ADVENIR: INTR. VENIR O LLEGAR A UNA COSA, ESPECIALMENTE UN ACONTECIMIENTO

La experiencia de escribir en un «blog», no se encuentra entre aquellas que hasta el momento haya atesorado y es justamente eso lo que más me ilusiona. Me siento pues agricultora con todo lo que me reverencia el arte de cultivar la tierra, de ir de la mano de las circunstancias («instantes que nos rodean», definición hecha por mi hijo de 12 años), de contemplar cómo el grano pueda dar origen a una nueva planta con los necesarios cuidados. En definitiva, de dar culto a la tierra que para mí representa uno de los grandes estados de humildad y como mis limitaciones son las que son, aplicaré una buena dosis de sentido del humor (que comparte raíz con humildad) a mi andadura.
He llegado a la conclusión de que no hace falta recibir ningún encargo para ponerse en camino. Es más, tengo la seguridad de que «echar a andar» activa una suerte de mecanismo inexplicable hasta tal punto, que cuando vuelves la vista atrás te sientes una idiota si alguna vez pensaste que sólo tú has construido tu destino o sencillamente, que lo máximo que hayas hecho (y es mucho) haya sido estar dispuesta a conmoverte. Lo que es verdaderamente extraordinario de todo esto es que ponerte realmente en juego, responde a un sentimiento amoroso para el que estamos preparados «de serie». Me explico: en primer lugar amor hacia uno mismo y, como si de una doble y recíproca dirección se tratara, amor a los otros y es ahí, donde el camino iniciado nos va transformando de la esclavitud de los logros que nos pone un precio, a la tierra de la fertilidad creadora donde cada uno tenemos un valor al margen de los resultados.
Buena parte de los momentos más luminosos de nuestras vidas han sido precedidos de oscuridad, percibida como una especie de vida sin mí, un sin-mí que ha ocupado tanto espacio en una no-vida, que apenas hay lugar para ponerte en juego, para exponerte, ignorante de ser una obra de arte palpitante. De las cosas que más me apasionan de mi función de madre, la de contar cuentos es, sin dudarlo, una de mis favoritas. Viene al caso aquí el cuento El sastrecillo valiente de los conocidos hermanos Grimm. La vida del sastrecillo transcurre en una gran monotonía, cosiendo trajes, sentado en una mesa ante la ventana de su cuartucho. Un buen día aplasta de un manotazo siete moscas que se habían posado en su rebanada de pan con mermelada y toma una semiconciencia de su necesidad de horizontes. «Sorprendido de sí mismo» (muy significativa esta frase) se dice: «Tienes que correr mundo». Decide salir (de sí mismo, de sus embrollos) sin saber lo que le esperaba, no sin antes ponerse un cinturón en el que había bordado: «Siete de un golpe». Esta prenda de vestir le define, así es él. (Fue muy inspirador a estos efectos leer el libro de Ana María Schlüter: «El camino del despertar en los cuentos»).

Lo que está por venir es siempre un misterio y estando en el camino es como mejor nos preparamos para reconocerlo, pues es verdad que el misterio se encuentra en el corazón de la creatividad. ¿Que hay detrás de la ventana de mi cuartucho? -se preguntaría el sastrecillo-. No tengo ni idea – se diría-, pero si he sido capaz de reconocer mi aspiración, como tendencia a mi espíritu y de tomar la determinación de ir en su busca, mis posibilidades de renovarme se multiplican y eso es una buena noticia. Armonizar nuestros pasos con nuestra llamada, con nuestras capacidades, en definitiva, con aquello que nos conmueve, nos hace transmisores de amor, nos educa la mirada y nos hace talentosos. Lev Tolstói decía que «el talento es el don de prestar atención, que permite al que lo disfruta, descubrir en las cosas y en las manifestaciones de la vida los aspectos que les son propios pero invisibles al resto de los hombres». Esto es tanto como decir que nuestro paso por la vida se vuelve talentoso en la medida en que prestamos atención. Mientras cargamos nuestras vidas de entretenimientos, no nos tenemos, nos faltamos a nosotros mismos: «Tanto mejor para usted, si lo que quiere es describir la vida sin ella», decía el viejo Roland, en la novela Pierre et Jean, de Maupassant. Defiendo que podemos hacer del camino un hogar, convivir con el misterio de lo que está por venir, brindándole la posibilidad de entrar y de dejarnos abonar por chubascos, vientos y días soleados y, en la medida que vamos avanzando, regresamos paradójicamente a lo que verdaderamente somos. Es este y no otro el indicador que nos permitirá apreciar la calidad de nuestro viaje.
Marta Sáez Sáiz.